Cuando me siento solo
al inicio de este apacible otoño
y tu Espíritu me desnuda ante ti
trasluciendo en mí al Adán enmudecido,
despojado ya de sus falsas ilusiones,
me contemplo vacío de Ti,
y desde mis desoladas entrañas
a ti levanto mi grito y mis manos
para implorar un poco de luz,
y un racimo de gracia y de fe,
al unísono que me embeleso
de la belleza de tu tez.
Cuando me siento triste y solo,
es cuando me siento desaparecer,
en medio de un mundo violento
que ya no busca tu faz,
-turbado como está por sus ruidos-
sin percibir tu presencia y tu exquisita paz.
Es en mi soledad y en mi vacío Señor,
cuando más admiro y comprendo
cómo vences tú mi egoísmo con tu amor,
siendo esta mi silente intimidad contigo
la nocturna y dulce compañera
de tu callada cercanía y de tu pasión,
¿pasión?
Sí Señor, la que sientes por mi alma,
la criatura dócil que hiciste para ti,
la que tantas veces se ha alejado de Ti,
dejándote divinamente triste
y con paternal decepción.
Yo sé que, si no fuese por Ti,
mi vida no tendría ningún sentido,
quiero pues saborear tu miel,
tu fuerza me abrace sin igual,
y desde el sótano de mi enfermedad,
me empeñe en amarte cada tarde más.
¡Si tú quisieras darme, oh Jesús,
aquellas horas tuyas,
las de tu cruz!
¡Si coserme quisieras al dolor de mi mal,
aun así, desde este misterioso calvario,
como el bosque,
el mar
y las montañas,
así como ellos,
yo te seguiría adorando!
Oh hermosura la tuya, verde y cristalina,
que ante los humanos pasa desapercibida,
no te alejes de mí tan de prisa,
vuelve tu rostro al mío que, cautivo,
no sabe mirarte como lo hacen las aves del cielo,
pero te anhela como al agua el cordero.
Tú, y solo tú, mi Dios, eres y serás mi mayor anhelo.