Señor,
tu silencio me consume
y penetra mis huesos de medio siglo,
mientras mis manos se levantan
para suplicarte cobijo.
Tu sapientia me baña de sudor,
me anima a subir la cuesta
con mi cruz entretejida de tristeza.
Tus pies me acompañan
y me susurran:
¡el tiempo apremia!
a la par que los gorriones
en el pino de mi cabecera
trinan con Pachebel y Vivaldi,
mientras calientan café en la tetera.
En tu pecho, Señor,
tenuemente me has tatuado,
siendo tus manos artesanas
las que dieron forma a mi pobre alma.