Mientras el tímido viento
susurrábame al discente oído,
mis ojos posé en ti, gran amigo
árbol que, otrora majestuoso,
ahora, inerte, yacías tendido.
Tus múltiples brazos, un día erguidos,
ante mi tristeza y mi coraje,
ahora han sido echados al olvido,
y tu magnífico tronco de mármol
besa, inerte, la tierra,
vástago magistralmente esculpido
por el excelso Dios de la montaña,
cuyos pasos aromatizan cada sendero,
y cuya voz susurra en el jilguero
y en el zorro que merodea en la mañana.
¡Oh mi árbol caído, por favor, no mueras!
que contigo muere la flor y el agua,
y la montaña se torna un panteón,
mientras el corazón inútil del hombre
se idiotiza en su dinero, bañado con alcohol.